Evangelio de hoy / Orando con la Palabra
Evangelio según san Juan 19, 25-27
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.
Palabra del Señor.
“Ahí tienes a tu madre”
Hoy celebramos otra fiesta mariana, la festividad de la Virgen de Nuestra Señora de los Dolores. Leemos en el Evangelio que Jesús nos deja a nuestra Madre, a una Madre del cielo. 
La tradición de la Iglesia habla de los siete dolores de la Virgen. Para muchos, esto podría ser una festividad sin sentido, ¿Por qué celebrar los dolores de una mujer, los dolores de una madre? A mí me gusta verlo desde la perspectiva de la fe, la esperanza y el amor. Así es, Jesús sabía que todos necesitamos una madre que nos enseñe cómo reír, pero también cómo llorar, cómo vivir, pero también cómo sufrir.
 
Al recordar a María, como una mujer que sufrió, tocó y vivió el dolor, lo hace mucho más cerca, y más aún, ella como buena madre me enseña cómo vivir, cómo afrontar, cómo cargar ese dolor. No hay nada que yo pueda vivir que ella no lo haya vivido: se le perdió su hijo en el templo, su hijo fue criticado, burlado, lo condenaron a muerte, lo latigaron de tal manera que su cuerpo era una llaga viva, lo colgaron de un madero, le abrieron su costado, lo mataron y ella lo recibió en sus brazos.
 
¿Cuántas madres, cuántas mujeres, cuántos hombres no sufrimos un poco de esos dolores? Hijos que sufren por la incomprensión de otros, hijos presos de algún vicio, hijos perdidos en la oscuridad y sin fe y esperanza. Podría ser interminable la lista. María se sintió sola, abandonada; me atrevería a decir a veces hasta traicionada, pero ella permaneció fiel, desde Belén hasta la Cruz. Su fidelidad fue intachable; su fe, su esperanza y su amor la mantuvieron firme de pie, como un roble, jamás se doblegó.
 
Madre mía, ilumina mi fe, fortalece mi esperanza, acrecienta mi amor para que yo también pueda permanecer de pie ante la cruz del día a día. Hoy voy a cargar mi cruz con alegría.
La tradición de la Iglesia habla de los siete dolores de la Virgen. Para muchos, esto podría ser una festividad sin sentido, ¿Por qué celebrar los dolores de una mujer, los dolores de una madre? A mí me gusta verlo desde la perspectiva de la fe, la esperanza y el amor. Así es, Jesús sabía que todos necesitamos una madre que nos enseñe cómo reír, pero también cómo llorar, cómo vivir, pero también cómo sufrir.
Al recordar a María, como una mujer que sufrió, tocó y vivió el dolor, lo hace mucho más cerca, y más aún, ella como buena madre me enseña cómo vivir, cómo afrontar, cómo cargar ese dolor. No hay nada que yo pueda vivir que ella no lo haya vivido: se le perdió su hijo en el templo, su hijo fue criticado, burlado, lo condenaron a muerte, lo latigaron de tal manera que su cuerpo era una llaga viva, lo colgaron de un madero, le abrieron su costado, lo mataron y ella lo recibió en sus brazos.
¿Cuántas madres, cuántas mujeres, cuántos hombres no sufrimos un poco de esos dolores? Hijos que sufren por la incomprensión de otros, hijos presos de algún vicio, hijos perdidos en la oscuridad y sin fe y esperanza. Podría ser interminable la lista. María se sintió sola, abandonada; me atrevería a decir a veces hasta traicionada, pero ella permaneció fiel, desde Belén hasta la Cruz. Su fidelidad fue intachable; su fe, su esperanza y su amor la mantuvieron firme de pie, como un roble, jamás se doblegó.
Madre mía, ilumina mi fe, fortalece mi esperanza, acrecienta mi amor para que yo también pueda permanecer de pie ante la cruz del día a día. Hoy voy a cargar mi cruz con alegría.
Esta reflexión del Evangelio fue escrita por:
Paola Treviño, consagrada del Regnum Christi.
En colaboración con Evangelización Activa.

 
 
 
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