San Victoriano

San Victoriano había brillado de joven en las escuelas italianas, bajo la influencia de los ilustres Boecio y Casiodoro. A los 20 años dejó los libros, sus palacios, sus padres, y comenzó una vida de incansable peregrino. Llegaba a un sitio, y pronto surgía un monasterio y un hospital. Médico de cuerpos y espíritus, curaba y consolaba en todas partes.
Cuando empezaba a ser conocido y veía que su obra funcionaba, tomaba de nuevo su bordón de peregrino, y otra vez en marcha, predicando y curando, edificando nuevas colmenas de trabajo y oración y nuevos hóspitales para alivio de todas las dolencias. Se acordaba de su divino Maestro, cuando recorría la Galilea predicando y curando enfermedades.
Así recorrió Italia, cruzó los Alpes, se detuvo en Borgoña, Provenza y Aquitania, atravesó los Pirineos y se quedó en sus estribaciones, en las montañas de Huesca, en una oscura gruta de la Peña Montañesa. Vivía gozoso en aquella altura que le ponía tan cerca de las claridades del cielo, dedicado a la contemplación. Comparábase a Pablo el ermitaño, en la soledad egipcia, y se sentía tan dichoso como aquél en su soledad.
Pero le duró poco aquella felicidad, como antes le había sucedido en Italia y Francia. Pronto otras grutas cercanas se llenaron de anacoretas que venían a imitarle y a aprender de su experiencia, como le sucedió al abad Palemón. Luego llegaron los peregrinos, los enfermos, y las gentes del pueblo, ansiosas siempre de milagros. Se acercaban a él clérigos y magnates, y el mismo rey Teudis, sucesor de Amalarico, para aconsejarse.
Victoriano, sediento de soledad, se resignaba y en vez de seguir sus gustos, se acoplaba a lo que la divina Providencia le iba señalando. Ya no pensaba en huir. Se hacía viejo y las gentes lo necesitaban. Mas aún, le pidieron que dejara aquellas alturas, inaccesibles para muchos devotos. Accedió y bajó a la falda de la montaña. Allí se levantó un santuario, hoy en ruinas, que todavía se llama San Victoriano de Asán, no muy distante del río Cinca y de la pequeña aldea de Los Molinos.
Los últimos años de su vida los vive entregado a restaurar la vida religiosa y literaria de su nueva patria. Reúne a los anacoretas y, como otro Pacomio, los convierte en cenobitas, acogiéndolos en el nuevo monasterio, numeroso y floreciente, de donde saldrán sus discípulos a ocupar las sedes episcopales de España, como San Gandioso, obispo de Tarazona.
Se acercaba ya a los 90 años. Siente que el Señor le llamaba a su descanso. Les confía que va gozoso a las bodas del Cordero, y les pide que guarden la unidad y la paz. Mientras los ángeles recogían aquella alma santa para llevarla al paraíso, los monjes colocaron sus restos venerables en el sepulcro. El rey D. Sancho de Aragón trasladó sus reliquias al mismo campo de batalla para reconquistar la ciudad de Huesca del yugo mahometano. Después estuvieron breve tiempo en el castillo de Alquézar, y a finales del siglo XI quedaron depositadas en el monasterio de Montearagón, donde todavía se conservan, esperando la resurrección.
En su sepulcro, como consuelo y estímulo, pusieron los monjes esta inscripción: "Aquí descansa el Abad Victoriano, grande como Pablo, ilustre como Antonio. A semejanza de Cristo, obró lo que enseñó. Llenó la Iberia y las Galias de enjambres monásticos, y puso en ellos ancianos venerables, que le obedecían como a padre y maestro. Terminada en paz su peregrinación, emigró a la gloria, a gozar para siempre de la eterna bienaventuranza" .

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