Lecturas del día



Lectura de la carta del Apóstol san Pablo
los cristianos de Éfeso
3, 14-21

Hermanos:
Doblo mis rodillas delante del Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra. Que Él se digne fortificarlos por medio de su Espíritu, conforme a la riqueza de su gloria, para que crezca en ustedes el hombre interior. Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con todos los santos, cuál es la anchura , la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios.
¡A Aquél que es capaz de hacer infinitamente más de lo que podemos pedir o pensar, por el poder que obra en nosotros, a Él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones y para siempre! Amén.

Palabra de Dios.


Pablo, ante la contemplación y vivencia de lo que Dios ha hecho con nosotros, dobla “sus rodillas delante del Padre”, en señal de profundo agradecimiento, al tiempo que le formula algunas peticiones. Pide para los cristianos de Éfeso, y para todos los cristianos de cualquier tiempo, que “Cristo habite por la fe en nuestros corazones”. Una realidad sublime que Dios nos ha regalado, que podemos vivir no sólo en los días de fiesta, sino todos los días. En todo instante, Cristo nos acompaña, nunca vamos solos en nuestro caminar por la vida, él, con nuestro agradecido consentimiento, ha tomado posesión de nuestro corazón para demostrarnos lo mucho que nos quiere y guiar nuestros pasos. Siendo Dios es capaz de hacerse “el dulce huésped de nuestra alma”. Como consecuencia de lo dicho, realiza una nueva petición. No solo que el amor sea nuestra raíz y nuestro cimiento, sino que pide que seamos capaces de comprender la inmensidad del amor que Dios nos tiene. Tenemos motivos más que sobrados para vivir una vida ilusionada y agradecida.





 Salmo   32, 1-2. 4-5. 11-12. 18-19

R.    La tierra está llena del amor del Señor:

Aclamen, justos, al Señor;
es propio de los buenos alabarlo.
Alaben al Señor con la cítara,
toquen en su honor el arpa de diez cuerdas. R.

Porque la palabra del Señor es recta
y Él obra siempre con lealtad;
Él ama la justicia y el derecho,
y la tierra está llena de su amor. R.

El designio del Señor permanece para siempre,
y sus planes, a lo largo de las generaciones.
¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que Él se eligió como herencia! R.

Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles,
sobre los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y sustentarlos en el tiempo de indigencia. R.






    Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas
12, 49-53

Jesús dijo a sus discípulos:
Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!
¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.

Palabra del Señor.


¿Qué me quieres decir, Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?

El fuego del amor es el único capaz de purificarnos. Y ese fuego del amor arde con toda su fuerza y crudeza desde la cruz. Es un amor que se hace entrega, que se hace oblación, que se convierte en perdón, que purifica, que renueva, que santifica.
No basta contemplar al crucificado; no basta creer en Él tan sólo con los labios. Hay que identificarse con Él en el amor. Hay que tomar la propia cruz y echarse a andar tras sus huellas.
Sólo el que ame como Él nos ha amado será capaz de hacer llegar a todos la salvación que el Señor nos ofrece.
No basta anunciar a Cristo con los labios. Hay que entregar a Cristo a los demás. Y lo entregaremos desde la propia vivencia, desde la propia experiencia, desde su presencia en nosotros. Por eso lo que nos une a los demás ya no son los vínculos de sangre; es el amor el que nos hace ser hermanos y tener un sólo Dios y Padre.
El que viva rechazando a Dios vivirá separado del Cuerpo de Cristo, que es su Iglesia, y no podrá ser de nuestra propia sangre y raza.
Por eso hemos de trabajar para que el Señor sea conocido, aceptado y amado por la humanidad entera, especialmente, aunque no de un modo exclusivo, por aquellos que son de nuestra familia conforme a los lazos humanos. Sólo entonces realmente seremos uno en Cristo Jesús.

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