SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO




Lectura del segundo libro de Samuel
5, 1-3

Todas las tribus de Israel se presentaron a David en Hebrón y le dijeron: «¡Nosotros somos de tu misma sangre! Hace ya mucho tiempo, cuando aún teníamos como rey a Saúl, eras tú el que conducía a Israel. Y el Señor te ha dicho: "Tú apacentarás a mi pueblo Israel y tú serás el jefe de Israel"».
Todos los ancianos de Israel se presentaron ante el rey en Hebrón. El rey estableció con ellos un pacto en Hebrón, delante del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel.

Palabra de Dios.

Un rey que fuera pastor de su pueblo, que conociera a sus ovejas, que las condujera hacia pastos y fuentes tranquilas, que estuviera dispuesto a dar su vida por ellas, así es como quería Yahvé que fuera el rey de su pueblo Israel. El rey David no siempre cumplió los deseos y mandamientos de su Dios, pero de su estirpe nacería el verdadero rey de todos los pueblos, Jesucristo, que fue un verdadero rey pastor, el buen pastor que quiere conducirnos a todos hacia el Padre. En este sentido queremos nosotros que Jesucristo sea nuestro rey, porque queremos que él sea nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. No con armas, ni con poder político y económico, sino desde la humildad, la pobreza, desde la mansedumbre y desde el amor. En este último domingo, nosotros queremos darle gracias a Dios, nuestro Padre, por habernos dado a su hijo, Jesús, para que fuera nuestro rey y nuestro buen pastor. Y para que esto sea posible, nosotros hacemos hoy una promesa libre y responsable de serle ovejas fieles a su voz, de reconocernos súbditos libres y responsables de este único rey.


SALMO RESPONSORIAL                                                    121, 1-2. 4-5

R.    ¡Vamos con alegría a la Casa del Señor!

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la Casa del Señor»!
Nuestros pies ya están pisando
tus umbrales, Jerusalén.  R.

Allí suben las tribus, las tribus del Señor,
      según es norma en Israel,
para celebrar el Nombre del Señor.
Porque allí está el trono de la justicia,
el trono de la casa de David.  R.





Lectura de la carta del Apóstol san Pablo
a los cristianos de Colosas
1, 12-20

Hermanos:
Demos gracias al Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia luminosa de los santos. Porque Él nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados.

Él es la Imagen del Dios invisible,
el Primogénito de toda la creación,
porque en Él fueron creadas todas las cosas,
tanto en el cielo como en la tierra,
los seres visibles y los invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades:
todo fue creado por medio de Él y para Él.

Él existe antes que todas las cosas
y todo subsiste en Él.
Él es también la Cabeza del Cuerpo,
es decir, de la Iglesia.

Él es el Principio,
el Primero que resucitó de entre los muertos,
a fin de que Él tuviera la primacía en todo,
porque Dios quiso que en Él residiera toda la Plenitud.

Por Él quiso reconciliar consigo
todo lo que existe en la tierra y en el cielo,
restableciendo la paz por la sangre de su cruz.

Palabra de Dios.


Este es el destino de todos los discípulos de Cristo, de todos los cristianos: ser reconciliadores de todos los seres con los que vivimos, ser siempre sembradores de paz, aunque para conseguir esta paz tengamos muchas veces que dejar jirones de nuestra propia sangre en la lucha contra el desamor y contra el mal. No olvidemos que nuestro jefe, nuestro rey, murió en la batalla contra el pecado y contra la muerte, pero Dios lo resucitó y desde siempre y para siempre vive y vivirá junto al Padre. Este es también nuestro destino, un destino difícil, pero glorioso, como el de nuestro rey, Jesús.




   Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas
23, 35-43

Después que Jesús fue crucificado, el pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!»
También los soldados se burlaban de Él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!»
Sobre su cabeza había una inscripción: «Éste es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que Él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino».
Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».

Palabra del Señor.


¿Qué me quieres decir, Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?

Estamos a punto de terminar el año litúrgico. El próximo domingo comenzaremos el Adviento. Hoy celebramos la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
Jesucristo es Rey, pero no como los reyes de este mundo. Jesucristo es nuestro Rey desde la cruz, desde el servicio, desde el amor. Su corona es de espinas. Sus vestiduras reales brillan por su ausencia.
Leamos el Evangelio y contemplemos a Jesucristo colgado en la cruz. Allí se manifiesta cómo es su reinado y cómo debe ser el nuestro. Por el bautismo también nosotros estamos llamados a ser reyes, reyes al estilo de Jesús.

Pero no todo termina en la cruz. Cristo es rey del universo, y al final vencerá a todos los “enemigos” de la humanidad: el pecado, el sufrimiento, la muerte... y en su Reino resplandecerá la paz, la alegría, el amor, la fraternidad.

Pedimos fuerza para saber ser reyes-servidores y damos gracias por la esperanza de una vida completamente feliz.


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