Quinta Semana de Pascua

 SANTOS FELIPE Y SANTIAGO

Apóstoles

 




 

Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo

a los cristianos de Corinto

 

15, 1-8

Hermanos:

Les recuerdo la Buena Noticia que yo les he predicado, que ustedes han recibido y a la cual permanecen fieles. Por ella son salvados, si la conservan tal como yo se la anuncié; de lo contrario, habrán creído en vano.

Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Cefas y después a los Doce. Luego se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, la mayor parte de los cuales vive aún, y algunos han muerto. Además, se apareció a Santiago y a todos los Apóstoles. Por último, se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto.

 

Palabra de Dios.



A través de la tradición apostólica llegan a nosotros las noticias relativas al acontecimiento histórico-salvífico de la Pascua del Señor; a través de ella, podemos remontarnos a los orígenes e insertarnos en el flujo salvífico de aquella gracia. Encontramos también una antiquísima profesión de fe que, con probabilidad, se remonta a los primeros momentos de la vida de los cristianos. Si es verdad que la tradición apostólica nos transmite el mensaje que salva, también lo es, que nuestra profesión de fe actualiza ese mismo mensaje y lo hace eficaz para la salvación. Pablo se preocupa de citar a los primeros grandes testigos del Señor resucitado: Pedro, en primer lugar, y, a continuación, Santiago y todos los demás apóstoles; al final se encuentra el mismo, último entre todos, aunque eslabón importante de esta misma tradición.


 

 

SALMO RESPONSORIAL                                              18, 2-5

 

R.    Resuena su eco por toda la tierra.

 

El cielo proclama la gloria de Dios

y el firmamento anuncia la obra de sus manos;

un día transmite al otro este mensaje

y las noches se van dando la noticia. R.

 

Sin hablar, sin pronunciar palabras,

sin que se escuche su voz,

resuena su eco por toda la tierra

y su lenguaje, hasta los confines del mundo. R.

 

 

 



    Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Juan

14, 6-14

 

A la Hora de pasar de este mundo al Padre, Jesús dijo a sus discípulos:

«Yo soy el camino, y la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto».

Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta».

Jesús le respondió: «Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen?

El que me ha visto, ha visto al Padre.

¿Cómo dices: "Muéstranos al Padre"?

¿No crees

que Yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?

Las palabras que digo no son mías:

el Padre que habita en mí es el que hace las obras.

Créanme: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí.

Créanlo, al menos, por las obras.

Les aseguro

que el que cree en mí

hará también las obras que Yo hago,

y aún mayores,

porque Yo me voy al Padre.

Y Yo haré todo lo que ustedes

pidan en mi Nombre,

para que el Padre sea glorificado en el Hijo.

Si ustedes me piden algo en mi Nombre, Yo lo haré».

 

Palabra del Señor.

 

Reflexión


Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

«Di con todas tus fuerzas, di al Señor: “Busco Tu rostro. Tu rostro busco, Señor”. Y ahora, Señor y Dios mío, enséñame dónde y cómo tengo que buscarte, dónde y cómo Te encontraré. Dios Altísimo, ¿qué hará este desterrado lejos de Ti? Señor, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Colma nuestros deseos y seremos felices. Sin Ti todo es hastío y tristeza. Enséñanos a buscarte. Muéstrame Tu rostro, porque si Tú no me lo enseñas no puedo buscarte. Te buscaré deseándote. Te desearé buscándote. Amándote, Te encontraré. Encontrándote, Te amaré» (Fragmentos de una oración de san Anselmo).



Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Puedo detenerme a meditar con ayuda de este pasaje dos ideas. La primera de ellas es contemplar que enviaste a tu Hijo para salvarme. No lo enviaste para condenar, sino para salvar. Y no «salvar» en general, sino «salvarme». Es por ti, Jesús, que puedo llegar al cielo, que puedo obtener la vida eterna. Fuiste Tú, con tu cruz, quien alcanzó para mí la salvación eterna.

«Jesús me ha salvado», puede ser ya una frase trillada, que ya no dice nada a mi vida. Sin embargo, meditándola encuentro la verdad más importante de mi existencia. Ya no estoy condenado a la muerte eterna, a separarme de ti para siempre. No. Estoy salvo. Y no por mis propios méritos, por mi trabajo o mi esfuerzo; no por mi cruz, sino por la tuya. Dame la gracia de valorar siempre más el don de mi salvación y corresponder a los méritos de tu Pasión y muerte con mi amor y fidelidad.

La segunda idea es que enviaste a tu Hijo no para condenar. Lo enviaste para salvar, es decir, para enseñar, para corregir, para mostrar, para prevenir. Puede ser, Señor, que a veces tengo en mi vida una imagen tuya parecida a la de un juez, un juez muy a las medidas humanas: vigilante, vengativo, justiciero, incomprensivo. Sin embargo, este pasaje me habla de un Padre, un padre que envía a su Hijo.

No enviaste, Dios mío, un testigo, un juez, un acusador. Enviaste un Hijo, para que pudiera descubrirte como Padre, antes que como juez. Un Hijo que también me alcanza la filiación divina haciéndome su hermano. Un hermano que pone todos los medios posibles, incluso una cruz, para que yo, su hermano menor, pueda llegar a gozar eternamente de un Padre que me ama, y no de un juez que me condena. ¿Qué sentido tendría ir al cielo eternamente a «disfrutar» de alguien a quien no se conoce, no se ama, sino que se teme, a un juez? Pero si es un Padre, un Hermano al que ya se conoce y al que se le ama… entonces, creo, Señor, que sí vale la pena.

«No obstante los hombres hubieron incumplido más de una vez la alianza, Dios, en vez de abandonarles, ha estrechado con ellos un nuevo vínculo, en la sangre de Jesús -el vínculo de la nueva y eterna alianza- un vínculo que nada podrá romper nunca».
(Ángelus de S.S. Francisco, 15 de marzo de 2015).

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