DOMINGO 24° DEL TIEMPO ORDINARIO




Lectura del libro de Isaías
50, 5-9a

El Señor abrió mi oído
y yo no me resistí ni me volví atrás.
Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban
y mis mejillas a los que me arrancaban la barba;
no retiré mi rostro
cuando me ultrajaban y escupían.
Pero el Señor viene en mi ayuda:
por eso, no quedé confundido;
por eso, endurecí mi rostro como el pedernal,
y sé muy bien que no seré defraudado.
Está cerca el que me hace justicia:
¿quién me va a procesar?
¡Comparezcamos todos juntos!
¿Quién será mi adversario en el juicio?
¡Que se acerque hasta mí!
Sí, el Señor viene en mi ayuda:
¿quién me va a condenar?

Palabra de Dios.



La fidelidad a Dios, a la escucha atenta de su palabra, por encima de las afrentas que debe sufrir, ponen de manifiesto el misterio del dolor como la capacidad que se debe tener frente a toda violencia. Los perfiles de este personaje no están definidos, ni está claro si se habla de un individuo o del pueblo mismo que debe mantenerse atento a la palabra de Dios. Pero los cristianos supieron aplicarlo a Cristo, porque encontraron en esta descripción del Siervo una semejanza inigualable con la vida de Jesús. Lo que para el judaísmo oficial y su teología no podía ser mesiánico, para los cristianos, después de la pasión y la resurrección, preanuncia al Mesías que pude llevar sobre sus hombres los sufrimientos del pueblo y del mundo entero. 



SALMO RESPONSORIAL 114, 1-6. 8-9

R.    Caminaré en presencia del Señor.

Amo al Señor, porque Él escucha
el clamor de mi súplica,
porque inclina su oído hacia mí,
cuando yo lo invoco. R.

Los lazos de la muerte me envolvieron,
me alcanzaron las redes del Abismo,
caí en la angustia y la tristeza;
entonces invoqué al Señor:
«¡Por favor, sálvame la vida!» R.

El Señor es justo y bondadoso,
nuestro Dios es compasivo;
el Señor protege a los sencillos:
yo estaba en la miseria y me salvó. R.

Él libró mi vida de la muerte,
mis ojos de las lágrimas y mis pies de la caída.
Yo caminaré en la presencia del Señor,
en la tierra de los vivientes. R.




Lectura de la carta de Santiago
2, 14-18

¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta.
Sin embargo, alguien puede objetar: «Uno tiene la fe y otro, las obras». A ése habría que responderle: «Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe».

Palabra de Dios.


¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? 

Estas palabras del apóstol Santiago nos parecen, y son, evidentes en sí mismas, sin que tengamos que ver contradicciones con las palabras de los apóstoles san Juan y del apóstol Pablo, cuando dicen que lo que nos salva es la fe en Cristo Jesús. ¡Claro que lo que nos salva es la fe! Pero la fe cristiana supone fidelidad y compromiso con lo que creemos, tal como nos lo demostraron el mismo san Juan y el apóstol Pablo con su vida y muerte. El apóstol Pablo, en concreto, de quien conocemos bastante de su vida, por los Hechos de los Apóstoles, y por sus mismas cartas, sufrió muchas persecuciones y muerte por ser fiel a su fe en Cristo. Nadie debe poder decir nunca de un buen cristiano que tiene fe cristiana, pero que no tiene obras cristianas. Que tampoco nadie pueda decir de nosotros que tenemos fe cristiana, pero que nuestras obras contradicen nuestra fe. Si lo hacemos así caminaremos en presencia del Señor, tal como nos recomienda el salmo responsorial de este domingo.

Gabriel González del Estal





   Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos         8, 27-35
  

Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy Yo?»
Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas».
«Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?»
Pedro respondió: «Tú eres el Mesías».
Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad.
Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con sus cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará».

Palabra del Señor.


Y NOSOTROS ¿QUÉ?

¿Qué decimos cuando, en un ambiente frío u hostil, se nos interroga sobre nuestra fe? ¿Qué respuestas ofrecemos, desde nuestra vivencia religiosa, cuando se nos plantea la ausencia o inexistencia de Dios en medio del mundo?
1.- Preguntas que, más que respuestas, exigen un convencimiento profundo de lo que somos y vivimos: somos cristianos y queremos vivir como tales. Ser cristiano, no es muy difícil. Pero “VIVIR COMO CRISTIANO” se hace más cuesta arriba. Sobre todo si, vivir como cristianos, implica ir contracorriente. Decir al “pan, pan y al vino, vino”. O, por ejemplo, no comulgar con ruedas de molino en temas o en problemas que, la sociedad, presenta como paradigma de progreso o bienestar social.
Como a Pedro, también a nosotros, el corazón nos puede traicionar. Queremos un Jesús amigo, confidente, compañero pero sin demasiadas exigencias. Aquel viejo adagio “serás mi amigo siempre y cuando no pongas piedras en mi camino” viene muy bien para reflexionar sobre el mensaje evangélico de este domingo. Jesús nos lo adelanta: “quien no coja su cruz y me siga no es digno de mi”.
2.-Es cómoda una fe sin obras. Una vivencia sin más trascendencia que un “bis a bis” con Dios. Sin más compromiso que la tranquilidad que supone el estar bautizado. El ser cristiano, pero sin aventurarse en dar testimonio de lo que creemos, escuchamos y sentimos: Jesucristo es nuestra salvación.
¿Qué quieres vivir bien? ¡No te compliques la vida! Pero, viene el Señor y nos recuerda que para entrar por la puerta del cielo, hay que emplearse a fondo en su causa. Confesar el nombre del Señor no solamente es despegar los labios y decir un “sí creo”. Además nos exige un construir nuestra vida con los ladrillos de la fraternidad, el perdón y el testimonio de nuestra fe.
3.- ¿Queremos confesar, con todas las consecuencias, el nombre de Jesús? Aprendamos a conocerle más y mejor. Nos preocupemos de meditar su Palabra. De avanzar por los caminos que Él nos propone. El Señor, además de bautizados en su nombre, desea gente de bien que viva según lo que nos exige el Bautismo: una vida en Dios, entregada a los demás y profundamente arraigada en Cristo.
4.- En cierta ocasión un nadador cruzó un inmenso río. Y, al llegar a la otra orilla, le preguntaron: “¿son profundas las aguas?” Y, el deportista, respondió: “la verdad es que no me he fijado. Solamente he nadado superficialmente. No he buceado”.
Algo así, queridos amigos, nos puede ocurrir a nosotros. Como Pedro podemos pretender quedarnos en lo bonito de la amistad, En la superficialidad de la fe. Pero, el Señor, quiere y desea que ahondemos en lo que creemos. Que vivamos según como pensamos. Y que, en definitiva, no rehuyamos de esas situaciones en las que podemos demostrar si nuestra fe es oro molido o arena que se escapa entre las manos. Y nosotros ¿qué?

Javier Leoz
  

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