LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

 



Lectura de la profecía de Malaquías

3, 1-4

Así habla el Señor Dios:

Yo envío a mi mensajero,

para que prepare el camino delante de mí.

Y en seguida entrará en su Templo

el Señor que ustedes buscan;

y el Ángel de la alianza que ustedes desean

ya viene, dice el Señor de los ejércitos.

¿Quién podrá soportar el Día de su venida?

¿Quién permanecerá de pie cuando aparezca?

Porque Él es como el fuego del fundidor

y como la lejía de los lavanderos.

Él se sentará para fundir y purificar:

purificará a los hijos de Leví

y los depurará como al oro y la plata;

y ellos serán para el Señor

los que presentan la ofrenda conforme a la justicia.

La ofrenda de Judá y de Jerusalén será agradable al Señor,

como en los tiempos pasados, como en los primeros años.

 

Palabra de Dios.



Dos son los mensajeros: el que prepara el camino al Señor que viene y el de la alianza, el Esperado. Ángel significa «mensajero» en griego: es interesante que la traducción se refiera al primero como mensajero y reserve el término «ángel», atribuido a una criatura celeste, al segundo. Se pretende distinguir entre el que es sólo precursor y el Mesías suspirado, de origen divino. A través de la sombra elocuente de la figura se señala, al Bautista y a Cristo. Uno realizará la tarea del Redentor, el otro la de su Precursor. Uno entrará en el templo, el otro sólo le preparará el acceso. Y Aquel que entrará en el templo santificará en sí mismo los ministros y el culto mediante la ofrenda pura de la nueva alianza.

 



 

SALMO RESPONSORIAL                                  23, 7-10

 

R.    El Rey de la gloria es el Señor de los ejércitos.

 

¡Puertas, levanten sus dinteles,

levántense, puertas eternas,

para que entre el Rey de la gloria! R.

 

¿Y quién es ese Rey de la gloria?

Es el Señor, el fuerte, el poderoso,

el Señor poderoso en los combates. R.

 

¡Puertas, levanten sus dinteles,

levántense, puertas eternas,

para que entre el Rey de la gloria! R.

 

¿Y quién es ese Rey de la gloria?

El Rey de la gloria

Es el Señor de los ejércitos. R.

 

 



 

Lectura de la carta a los Hebreos

2, 14-18

 

Hermanos:

Ya que los hijos tienen una misma sangre y una misma carne, Jesús también debía participar de esa condición, para reducir a la impotencia, mediante su muerte, a aquél que tenía el dominio de la muerte, es decir, al demonio, y liberar de este modo a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor de la muerte.

Porque Él no vino para socorrer a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham. En consecuencia, debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo.

Y por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, Él puede ayudar a aquéllos que están sometidos a la prueba.

 

Palabra de Dios.

 

 

 


 

    Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Lucas

2, 22-40

 

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación de ellos, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:

 

«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz,

como lo has prometido,

porque mis ojos han visto la salvación

que preparaste delante de todos los pueblos:

luz para iluminar a las naciones paganas

y gloria de tu pueblo Israel».

 

Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de Él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».

Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con Él.

 

Palabra del Señor.

 

Reflexión


Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Jesús, gracias por darme este momento de intimidad contigo.

Te doy gracias, Jesús, porque crees en mí. Aunque sabías que muchas veces me iba a equivocar y otras tantas habría de ofenderte, aun así, me creaste, porque creías - y todavía crees - que, con tu gracia, podré llegar al cielo y ser eternamente feliz amándote. Crees en mí Jesús… ¡ayúdame a creer en ti!

Confías en mí, Jesús. Has puesto en mis manos el don preciosísimo de la gracia que me hace ser tu hijo. Me has dado la libertad para poder elegir entre amarte o darte la espalda. ¡Qué muestra más grande de confianza! Me has dado el poder de alegrarte con mi sí o de herirte con mi no. ¡Confías en mí!… ¡Ayúdame a confiar en ti!

Me amas, Jesús, con un amor eterno, tierno, inmenso. Te has hecho hombre por amor a mí. Has muerto en la cruz porque me amas. Has resucitado para demostrarme que tu amor por mí no tiene límites. Te has quedado conmigo en la Eucaristía para que yo pudiera encontrarte siempre. ¡Gracias, Jesús! ¡Ayúdame a amarte!



Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Jesús, el Evangelio de hoy presenta a dos personajes que, a pesar de su edad, saben ver y descubrir al Dios Omnipotente en un pequeño e indefenso niño.

Por una parte, veo a Simeón, un anciano que había recibido de ti una promesa: no morirá sin ver al Mesías. Por otra parte, Ana, que de joven había fijado su mirada en su esposo; pero que, al enviudar, volvió todo su ser hacia ti.

Dos personas. Sólo dos de entre una multitud que, probablemente, acudía al templo aquel día. Sólo dos ancianos saben mirar más allá de lo que ven sus cansados ojos. Sólo un hombre y una mujer descubrieron lo esencial de ese niño, que era el Mesías. Las personas del templo a los que estos dos venerables personajes referían su encuentro contigo, Jesús, seguramente no entendieron; quizá muchos los tomaron por locos o atribuyeron sus palabras a los achaques de la edad. Todos estaban ciegos ante ti… Todos menos Ana y Simeón que todavía sabían ver con el corazón.

¡Cuántas veces a mí me sucede lo mismo Jesús! Ya no sé ver con el corazón y por eso paso por alto lo esencial de la vida: amarte. Me preocupo tanto por lo pasajero y tan poco por lo perenne. Tantas veces presto más atención a lo que los demás piensan de mí que a lo que Tú sueñas para mí.

¡Ábreme los ojos del corazón, Jesús! Concédeme, como a Ana y a Simeón, saberte descubrir en las pequeñas cosas de mi vida cotidiana.

«Contemplamos el encuentro con el viejo Simeón, que representa la espera fiel de Israel y el júbilo del corazón por el cumplimiento de las antiguas promesas. Admiramos también el encuentro con la anciana profetisa Ana, que, al ver al Niño, exulta de alegría y alaba a Dios. Simeón y Ana son la espera y la profecía, Jesús es la novedad y el cumplimiento: Él se nos presenta como la perenne sorpresa de Dios; en este Niño nacido para todos se encuentran el pasado, hecho de memoria y de promesa, y el futuro, lleno de esperanza».
(Homilía de S.S. Francisco, 2 de febrero de 2016).


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