LUNES DE LA OCTAVA DE PASCUA
Lectura de los Hechos de los Apóstoles
2, 14. 22-33
El día de Pentecostés, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo:
«Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido.
A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre Él.
En efecto, refiriéndose a Él, dijo David:
"Veía sin cesar al Señor delante de mí,
porque Él está a mi derecha para que yo no vacile.
Por eso se alegra mi corazón
y mi lengua canta llena de gozo.
También mi cuerpo descansará en la esperanza,
porque Tú no entregarás mi alma al Abismo,
ni dejarás que tu servidor sufra la corrupción.
Tú me has hecho conocer los caminos de la vida
y me llenarás de gozo en tu presencia".
Hermanos, permítanme decirles con toda franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado, y su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como él era profeta, sabía que Dios le había jurado que un descendiente suyo se sentaría en su trono. Por eso previó y anunció la resurrección del Mesías, cuando dijo que "no fue entregado al Abismo ni su cuerpo sufrió la corrupción". A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos. Exaltado por el poder de Dios, Él recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, y lo ha comunicado como ustedes ven y oyen».
Palabra de Dios.
Pedro anuncia hechos reales, como la vida ejemplar de Jesús; su muerte como obra conjunta de los presentes y de los paganos; su resurrección; el testimonio de los apóstoles. Todo ello forma parte del plan de Dios diseñado en las Escrituras. El pasaje ofrece, por tanto, un ejemplo de la primera predicación apostólica, centrada en Jesús de Nazaret, sobre su extraordinario acontecimiento humano, sobre la responsabilidad de quienes le rechazaron, sobre la absoluta presencia de Dios en su vida.
SALMO RESPONSORIAL 15, 1-2a. 5. 7-11
R. Protégeme, Dios mío, porque me refugio en ti.
Protégeme, Dios mío, porque me refugio en ti.
Yo digo al Señor: «Señor, Tú eres mi bien».
El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz,
¡Tú decides mi suerte! R.
Bendeciré al Señor que me aconseja,
¡hasta de noche me instruye mi conciencia!
Tengo siempre presente al Señor:
Él está a mi lado, nunca vacilaré. R.
Por eso mi corazón se alegra,
se regocijan mis entrañas y todo mi ser descansa seguro:
porque no me entregarás a la Muerte
ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro. R.
Me harás conocer
el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia,
de felicidad eterna a tu derecha. R.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Mateo
28, 8-15
Las mujeres, que habían ido al sepulcro, después de oír el anuncio del Ángel, se alejaron rápidamente de allí, atemorizadas pero llenas de alegría, y fueron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: «Alégrense». Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de El. Y Jesús les dijo: «No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán».
Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido. Éstos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, con esta consigna: «Digan así: "Sus discípulos vinieron durante la noche y robaron su cuerpo, mientras dormíamos". Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a ustedes cualquier contratiempo».
Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna. Esta versión se ha difundido entre los judíos hasta el día de hoy.
Palabra del Señor.
Reflexión
Madre mía, quiero poner en tus manos esta oración. Quizás me cuesta detenerme unos instantes ante Cristo. Quizás encuentro facilidad. En cualquier caso quiero ofrecerte mi intención de estar con el Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
Si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe. Vana sería nuestra vida, vana sería toda esperanza. La virtud no tendría sentido, el bien que hiciéramos no nos elevaría, el mal no sería paradójico. Simplemente todo sería indiferente, porque, ¿qué sentido de trascendencia habría en nuestras vidas?, ¿qué esperanza de pasar a una vida futura?, ¿qué ilusión por amar hasta la eternidad?
Tantas preguntas en el ser humano, tantas preguntas que confrontan su existencia. Cada uno de nosotros se ha topado alguna vez con ellas; y aunque fuese sólo con alguna, qué difícil es hallarle una respuesta merecida… Medias respuestas. El hombre se ha movido toda su vida con medias respuestas. Ha buscado siempre, y a veces parece que entre más busca, más se pierde entre sus dudas.
Algunos tienen la gracia de creer desde niños, otros acogen la fe en los años posteriores; pero ambos vienen o vendrán probados en la fe y ninguno, me parece, saldrá de la prueba por sus propias fuerzas.
Sí, Señor, fuiste grande, curaste enfermos, sanaste ciegos, te opusiste a los más sabios como pobre carpintero, reviviste muertos. Pero, si no hubieses pasado el umbral de la muerte, la pregunta más profunda y la realidad más infalible habrían quedado una vez más sin responder. Un sabio más, un líder más, un hombre más…
El problema del dolor, del pecado, de la muerte, ¿quién les habría dado solución? Por más lógicas respuestas que el hombre se esmere por formular, por más realista que parezca frente a los problemas más existenciales, jamás alcanza la satisfacción de dar completa luz a los misterios.
Sólo si Dios mismo venía al mundo, sólo así daría respuestas plenas. Pero no vino a saciar la soberbia intelectual, no vino a propagar teorías satisfactorias. Vino a encontrarse con nosotros. Conmigo. A cada pregunta, correspondería una experiencia. Y habría de recibirse con humildad y con aquella maravilla que sólo el sencillo puede gozar. A la pregunta del dolor vino la experiencia redentora de la cruz, al problema del pecado vino la experiencia de su amor, y al problema de la muerte, vino la resurrección.
Dichosos los puros de corazón, pues sólo aquellos con un corazón puro podrán creer en Dios.
«Nos detenemos también hoy ante la tumba vacía de Jesús y meditamos con estupor y gratitud el gran misterio de la resurrección del Señor. La vida ha vencido a la muerte. ¡La misericordia y el amor han vencido sobre el pecado! Se necesita fe y esperanza para abrirse a este nuevo y maravilloso horizonte. Y nosotros sabemos que la fe y la esperanza son un don de Dios y debemos pedirlo: “¡Señor, dame la fe, dame la esperanza! ¡La necesitamos tanto!”. Dejémonos invadir por las emociones que resuenan en la secuencia pascual: “¡Sí, tenemos la certeza: Cristo verdaderamente ha resucitado!”. ¡El Señor ha resucitado entre nosotros! Esta verdad marcó de forma indeleble la vida de los apóstoles que, después de la resurrección, sintieron de nuevo la necesidad de seguir a su Maestro y, tras recibir el Espíritu Santo, fueron sin miedo a anunciar a todos lo que habían visto con sus ojos y habían experimentado personalmente».
(Homilía de S.S. Francisco, 28 de marzo de 2016).
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