Liturgia - Lecturas del día

  



Lectura del libro de Isaías

10, 5-7. 13-16

 

Así habla el Señor:

«¡Ay de Asiria! Él es el bastón de mi ira

y la vara de mi furor está en su mano.

Yo lo envío contra una nación impía,

lo mando contra un pueblo que provocó mi furor,

para saquear los despojos y arrebatar el botín,

y pisotearlo como al barro de las calles.

Pero él no lo entiende así,

no es eso lo que se propone:

él no piensa más que en destruir

y en barrer una nación tras otra».

 

Porque el rey de Asiria ha dicho:

«Yo he obrado con la fuerza de mi mano,

y con mi sabiduría, porque soy inteligente.

He desplazado las fronteras de los pueblos

y he saqueado sus reservas:

como un héroe, he derribado

a los que se sientan en tronos.

Mi mano tomó como un nido

las riquezas de los pueblos;

como se juntan huevos abandonados,

así he depredado toda la tierra,

y no hubo nadie que batiera las alas

o abriera el pico para piar».

¿Se gloría el hacha contra el leñador?

¿Se envanece la sierra contra el que la maneja?

¡Como si el bastón manejara al que lo empuña

y el palo levantara al que no es un leño!

Por eso el Señor de los ejércitos

hará que la enfermedad consuma su vigor

y dentro de su carne hará arder una fiebre,

como el ardor del fuego.

 

Palabra de Dios.

 


En una magnífica imagen nos ofrece Isaías las dos visiones contrastantes de la historia. La del hombre embriagado de victorias, que se cree protagonista invencible; la de Dios, que le denuncia su calidad de instrumento. Es un duelo verbal de concentrado dramatismo. Al crear la imagen, Isaías nos ofrece una clave permanente de interpretación: Jeremías y Ezequiel la utilizarán y en la historia de Europa está ligada al nombre de Atila, «azote de Dios». Toda la historia está en manos de Dios, incluso el que hiere y azota puede ser su instrumento. Pero, ¡ay del instrumento si se arroga la soberanía de la historia!


 

SALMO RESPONSORIAL                                  93, 5-10. 14-15

 

R.    El Señor no abandona a su pueblo.

 

Los malvados pisotean a tu pueblo, Señor,

y oprimen a tu herencia;

matan a la viuda y al extranjero,

asesinan a los huérfanos. R.

 

Y exclaman: «El Señor no lo ve,

no se da cuenta el Dios de Jacob».

¡Entiendan, los más necios del pueblo!,

y ustedes, insensatos, ¿cuándo recapacitarán? R.

 

El que hizo el oído, ¿no va a escuchar?

El que formó los ojos, ¿será incapaz de ver?

¿Dejará de castigar el que educa a las naciones

y da a los hombres el conocimiento? R.

 

Porque el Señor no abandona a su pueblo

ni deja desamparada a su herencia:

la justicia volverá a los tribunales

y los rectos de corazón la seguirán. R.

 

 



   Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Mateo

11, 25-27

 

 

Jesús dijo:

Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido.

Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.

 

Palabra del Señor.

 

 

“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra”


De nuevo el evangelio nos habla de humildad, de sencillez, de ignorancia, de hacerse niño. Jesús da gracias al Padre y lo alaba porque ha revelado su Misterio, porque nos ama. “El misterio de la fe” que es revelado no a los sabios y entendidos, sino a los sencillos. Por este reconocimiento brota sencilla y elocuente, la oración de Jesús al Padre. La Revelación tiene que ver con el corazón abierto, con el corazón que no pone en tela de juicio cada signo de la bondad de Dios, cada semilla de belleza que derrama en nuestro mundo, cada huella de su dolor encarnado en el dolor de tantos hombres y mujeres que sufren de cualquier manera y por diferentes causas. Por eso, conocer el misterio de Dios, es sabernos niños en los brazos del buen Dios, Padre-Madre. Dios se revela constantemente, día a día nos está enseñando a vivir, nos enseña cómo tenemos que amar, pero hace falta que tengamos ese corazón sencillo y humilde. Sin esa actitud no podemos aprender a vivir. La arrogancia no es buena consejera y menos la que se cree dueña de los misterios insondables del mismo Dios. Quienes comprenden el misterio del Reino no son siempre los más doctos, sino los humildes, quienes se dejan invadir por el Evangelio y la acción imprevisible del Espíritu. ¡Cuánto trabajo por hacer en este camino de la humildad del corazón!
En tu búsqueda de Dios, ¿pones tu confianza en tu saber e inteligencia, o te dejas guiar por la sabiduría de Dios? ¿Cuál es mi grado de asombro y de sorpresa a la acción del Espíritu Santo?

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