DOMINGO 20° DURANTE EL AÑO





 

Lectura del libro de Jeremías

38, 3-6. 8-10

 

El profeta Jeremías decía al pueblo: «Así habla el Señor: “Esta ciudad será entregada al ejército del rey de Babilonia, y éste la tomará” ».

Los jefes dijeron al rey: «Que este hombre sea condenado a muerte, porque con semejantes discursos desmoraliza a los hombres de guerra que aún quedan en esta ciudad, ya todo el pueblo. No, este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia».

El rey Sedecías respondió: «Ahí lo tienen en sus manos, porque el rey ya no puede nada contra ustedes».

Entonces ellos tomaron a Jeremías y lo arrojaron al aljibe de Malquías, hijo del rey, que estaba en el patio de la guardia, descolgándolo con cuerdas. En el aljibe no había agua sino sólo barro, y Jeremías se hundió en el barro.

Ebed Mélec salió de la casa del rey y le dijo: «Rey, mi señor, esos hombres han obrado mal tratando así a Jeremías; lo han arrojado al aljibe, y allí abajo morirá de hambre, porque ya no hay pan en la ciudad».

El rey dio esta orden a Ebed Mélec, el hombre de Cusa: «Toma de aquí a tres hombres y saca del aljibe a Jeremías, el profeta, antes de que muera».

 

Palabra de Dios.



Jeremías, signo de contradicción, es figura de Jesús: sus sufrimientos de profeta anuncian los de Jesús. Durante el asedio de Jerusalén por los babilonios, en el 588, Jeremías predica la rendición, según él, es Dios el que envía a los enemigos a castigar a su pueblo infiel Una vez más, el profeta es contestado y rechazado. Los Jefes deciden hacer callar definitivamente a este traidor. Felizmente interviene un extranjero. El rey Sedecías, al principio opuesto al profeta que le critica, acaba por dar la orden de proteger su vida. En los asuntos humanos, la última palabra sólo corresponde y corresponderá siempre a Dios.

 

 

SALMO RESPONSORIAL                                                               39, 2-4. 18

 

R.    ¡Señor, ven pronto a socorrerme!

 

Esperé confiadamente en el Señor:

Él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor.  R.

 

Me sacó de la fosa infernal,

del barro cenagoso;

afianzó mis pies sobre la roca

y afirmó mis pasos.  R.

 

Puso en mi boca un canto nuevo,

un himno a nuestro Dios.

Muchos, al ver esto, temerán

y confiarán en el Señor.  R.

 

Yo soy pobre y miserable,

pero el Señor piensa en mí;

Tú eres mi ayuda y mi libertador,

¡no tardes, Dios mío!  R.

 

 

 


 

Lectura de la carta a los Hebreos

12, 1-4

 

Hermanos:

Ya que estamos rodeados de una verdadera nube de testigos, despojémonos de todo lo que nos estorba, en especial del pecado, que siempre nos asedia, y corramos resueltamente al combate que se nos presenta.

Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora "está sentado a la derecha" del trono de Dios.

Piensen en Aquél que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento. Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre.

 

Palabra de Dios.

 

 



 



   Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Lucas

12, 49-53

 

Jesús dijo a sus discípulos:

Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!  

¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.

 

Palabra del Señor.



¡y cómo desearía que ya estuviera      ardiendo!


Algunas de las expresiones del Evangelio de este día nos pueden dejar sorprendidos y hasta perplejos, porque habla de “división” en lugar de paz, porque manifiesta su deseo de que el fuego que trae comience a arder, que genere el incendio que espera.El fuego que trae Jesús es el del Reino, y el del amor que se juega por entero por el bien de la humanidad. Sus palabras, su vida, su muerte y su resurrección, son signos claros de este fuego que estaba en Él, que compartió a sus discípulos, y que llega hasta nosotros, transmitido de generación en generación. Pero como pasa casi siempre que se enciende un fuego, y más aún cuando tiene la posibilidad de convertirse en un incendio, hay quienes intentan apagarlo, sofocarlo. Entonces surge la división entre quienes quieren que el fuego sea más grande y quienes quieren que el fuego se apague, se extinga. Y en el Evangelio se nos presentan los dos lados de esta división, que sostienen la tensión entre quienes quieren fuego y quienes intentan apagarlo. De un lado, padre, madre, suegra; y del otro, hijo, hija, nuera; nos muestran una cuestión de generación, de diversas etapas vitales. Como el fuego del amor de Dios lo mantiene encendido el Espíritu que hace nuevas todas las cosas, es probable que las nuevas generaciones sean las que mantengan el fuego encendido, y ayuden a que el incendio sea cada día más grande.




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