Lectuas de hoy

 



Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo

a Timoteo

2, 1-8

 

Querido hijo:

Ante todo, te recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los soberanos y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y de tranquilidad, y llevar una vida piadosa y digna. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, porque Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre Él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos. Éste es el testimonio que Él dio a su debido tiempo, y del cual fui constituido heraldo y Apóstol para enseñar a los paganos la verdadera fe. Digo la verdad, y no miento.

Por lo tanto, quiero que los hombres oren constantemente, levantando las manos al cielo con recta intención, sin arrebatos ni discusiones.

 

Palabra de Dios.



En Él encontramos la paz interior y la tranquilidad social. Quien acepte a Jesús en su vida no puede, en adelante, convertirse en un delincuente y en un destructor de la Paz. Por su unión a Cristo debe hacer de su vida una continua intercesión en favor de los pecadores, de tal forma que, tanto con sus labios como con su vida misma, manifieste que en verdad no sólo pide la paz, la tranquilidad, sino que trabaja por ella esforzadamente, convirtiéndose así en predicador, apóstol y maestro para quienes buscan a Cristo, pues el testimonio de quien ha nacido de Dios, iluminará su camino y fortalecerá su esperanza.


 

 

SALMO RESPONSORIAL                          27, 2. 7-9

 

R.    ¡Oye la voz de mi plegaria, Señor!

 

Oye la voz de mi plegaria,

cuando clamo hacia ti,

cuando elevo mis manos

hacia tu Santuario. R.

 

El Señor es mi fuerza y mi escudo,

mi corazón confía en El.

Mi corazón se alegra porque recibí su ayuda:

por eso le daré gracias con mi canto. R.

 

El Señor es la fuerza de su pueblo,

el baluarte de salvación para su Ungido.

Salva a tu pueblo y bendice a tu herencia;

apaciéntalos y sé su guía para siempre. R.

 

 

 


Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Lucas

7,1-10

 

Jesús entró en Cafarnaúm. Había allí un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a sanar a su servidor.

Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: «Él merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga».

Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo -que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes- cuando digo a uno: "Ve", él va; y a otro: "Ven", él viene; y cuando digo a mi sirviente: "¡Tienes que hacer esto!", él lo hace».

Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: «Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe».

Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.

 

Palabra del Señor.



Basta que digas una palabra



Podríamos preguntarnos ¿quién, o quienes se encargarían de meter en la cabeza del oficial Romano todas esas ideas de la santidad reservada sólo a los judíos, que le impidió acercarse personalmente a Jesús y de recibirlo en su casa? Sus amigos, los ancianos de los judíos, hablarán por él ha Jesús. ¿No serían los mismos que construyeron las barreras entre Jesús y el oficial romano? ¿No serían los mismos que urgieron a ese oficial a impedir que un judío enterara en la casa de un gentil?

A pesar de lo universal de la Iglesia, nosotros mismos, además de la vivencia personal de la fe, pues ésta es una respuesta que cada uno da al Señor, sabiendo que la fe se vive en comunidad, podríamos propiciar el vivirla en grupos totalmente cerrados alegando una y mil razones, que más que manifestar la universalidad de nuestra fe, nos manifestarían ante los demás como una Iglesia convertida en un grupo cerrado de iniciados al que, cuando algún "despistado" se adhiriera, causaría incomodidad entre los presentes y se le invitaría a retirarse, en lugar de ganarlo también para Cristo, recibiéndolo como hermano.

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