Liturgia - Lecturas del día




 Lectura de la carta del Apóstol san Pablo

a los cristianos de Roma

8, 12-17

 

Hermanos:

Nosotros no somos deudores de la carne, para vivir de una manera carnal. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán.

Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios «¡Abbá!», es decir «¡Padre!»

El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con Él para ser glorificados con Él.

 

Palabra de Dios.



El apóstol no se contenta ya con afirmar que el creyente en Cristo, mediante el bautismo, vive una vida nueva por el poder del Espíritu que habita en él y le anima, sino que especifica que esta vida es una vida de «hijos de Dios»: es la filiación divina que caracteriza ahora de una manera decidida al cristiano. Se trata, de una filiación adoptiva, pero real, auténtica, que debe ser entendida como participación en la vida de Dios por la mediación de Cristo Jesús, Hijo unigénito del Padre. Como el apóstol, también nosotros estamos invitados, a contemplar ese misterio, el misterio de la vida de Dios, vida trinitaria rebosante y difusiva. Esta vida es el misterio de la vida de Jesús, hijo unigénito del Padre, y es también la vida de los creyentes, signo y reflejo de la vida de Dios.

 

 

SALMO RESPONSORIAL                           67, 2. 4. 6- 7b. 20-21

 

R.    ¡Bendito sea el Dios que nos salva!

 

¡Se alza el Señor! Sus enemigos se dispersan

y sus adversarios huyen delante de Él.

Los justos se regocijan,

gritan de gozo delante del Señor y se llenan de alegría. R.

 

El Señor, en su santa Morada,

es padre de los huérfanos y defensor de las viudas:

Él instala en un hogar a los solitarios

y hace salir con felicidad a los cautivos. R.

 

¡Bendito sea el Señor, el Dios de nuestra salvación!

Él carga con nosotros día tras día;

Él es el Dios que nos salva

y nos hace escapar de la muerte. R.

 

 

 


  Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Lucas

13, 10-17

 

Un sábado, Jesús enseñaba en una sinagoga. Había allí una mujer poseída de un espíritu, que la tenía enferma desde hacía dieciocho años. Estaba completamente encorvada y no podía enderezarse de ninguna manera. Jesús, al verla, la llamó y le dijo: «Mujer, estás sanada de tu enfermedad», y le impuso las manos.

Ella se enderezó en seguida y glorificaba a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había sanado en sábado, dijo a la multitud: «Los días de trabajo son seis; vengan durante esos días para hacerse sanar, y no el sábado».

El Señor le respondió: «¡Hipócritas! Cualquiera de ustedes, aunque sea sábado, ¿no desata del pesebre a su buey o a su asno para llevarlo a beber? y esta hija de Abraham, a la que Satanás tuvo aprisionada durante dieciocho años, ¿no podía ser liberada de sus cadenas el día sábado?»

Al oír estas palabras, todos sus adversarios se llenaban de confusión, pero la multitud se alegraba de las maravillas que Él hacía.

 

Palabra del Señor.



La Palabra me dice


La escena trascurre en la sinagoga, donde Jesús, como buen judío, va a participar de la oración del sábado. En este caso lo vemos enseñando. Pero en Él, la palabra muchas veces está unida a la acción. Ve a una mujer encorvada “desde hace dieciocho años”, anota el narrador. 

Esta mujer representa a Israel, encorvada y prisionera bajo el peso de la Ley. El número dieciocho (tres veces seis) significa precisamente haber quedado en el día sexto, sin llegar al día séptimo, el verdadero día de la salvación. Jesús se da cuenta de la situación de la mujer, porque su mirada va siempre más allá. La llama, como ha llamado a otras y otros a salir de su prisión. Y por la palabra de Jesús la mujer-Israel podrá enderezarse para salir de su cárcel y mirar hacia arriba. Es decir, más allá de la Ley. La mujer podrá ahora mirar a Jesús, que la ha sanado, como la Ley ni la sinagoga nunca hubieran podido hacerlo. Jesús sana con su Palabra y con sus manos, esas mismas que serán clavadas en la cruz en el día de la redención.

La mujer inmediatamente prorrumpe en alabanzas. De alguna manera, ha sentido en su mismo cuerpo la presencia y la gloria de Dios. A ella se unirá la multitud que no puede dejar de admirarse al ver las maravillas que manifiestan el poder de Dios. En cambio, los guardianes de la ley (jefes de la sinagoga y otros dirigentes judíos) se encolerizan porque Jesús, para ellos, ha violado la gran normativa del sábado. Pero Jesús sigue enseñando, al denunciar su hipocresía. Efectivamente, ellos en sábado cuidan la vida de sus animales. Pero les parece atentatorio contra la ley cuidar en sábado la vida de los seres humanos. No han entendido que la ley solo sirve si es para dar vida y no muerte.

El Evangelio concluye describiendo dos actitudes contrapuestas: la desorientación y el enojo de los que se oponen a Jesús, y la alegría, la admiración y el fervor de la multitud hacia Él.

También nosotros en la Iglesia podemos estar encorvados sobre nosotros mismos, como el antiguo Israel. Y eso nos impide ver a Jesús y ver a los hermanos que sufren. Podemos sentirnos celosos guardianes de la Ley, de las tradiciones heredadas y de doctrinas a defender. Todo esto nos ata y nos impide abrirnos al verdadero sentido del Evangelio. Podemos llegar a ser una nueva sinagoga, que no sana ni ayuda a ponerse de pie a los hombres. ¿No nos pasa algo de esto a nosotros también hoy? ¿No hemos perdido el contacto con Jesús, que es el único que libera y que sana?

Con corazón salesiano


Pocas veces como en este texto nos parece ver a Don Zatti atendiendo a sus enfermos en el Hospital o en sus propias casas. En cualquier día de la semana, que siempre era corta, su boca hablaba para consolar, alentar, enseñar. Y sus manos se movían para curar, acariciar y abrazar.

¡A cuántas personas ayudó su testimonio a ponerse de pie! Él mismo debió sufrir el yugo de un mandato que se le imponía desde afuera: destruir el hospital que, con tanta fatiga y esfuerzo, había sido levantado para acoger a tantos hermanos que, como la mujer del Evangelio, nadie podía atender ni sanar.

A la Palabra, le digo


Señor Jesús, te damos gracias porque vienes a nosotros para enderezarnos, de modo que podamos mirarte y seguirte. Te damos gracias porque solamente así podemos experimentar la salvación que Tú has traído al mundo. Gracias, porque ninguna ley ni mandato está por encima de tu Palabra y de tu voz. Gracias, Jesús. Amén.

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