Liturgia - Lecturas del día

 


Lectura de la primera carta de san Juan

2, 3-11

 

Queridos hermanos:

La señal de que conocemos a Dios,

es que cumplimos sus mandamientos.

El que dice:

«Yo lo conozco»,

y no cumple sus mandamientos,

es un mentiroso,

y la verdad no está en él.

Pero en aquel que cumple su palabra,

el amor de Dios

ha llegado verdaderamente a su plenitud.

 

Ésta es la señal de que vivimos en Él.

El que dice que permanece en Él,

debe proceder como Él.

Queridos míos,

no les doy un mandamiento nuevo,

sino un mandamiento antiguo,

el que aprendieron desde el principio:

este mandamiento antiguo

es la palabra que ustedes oyeron.

 

Sin embargo, el mandamiento que les doy es nuevo.

Y esto es verdad tanto en Él como en ustedes,

porque se disipan las tinieblas

y ya brilla la verdadera luz.

El que dice que está en la luz

y no ama a su hermano,

está todavía en las tinieblas.

El que ama a su hermano

permanece en la luz

y nada lo hace tropezar.

Pero el que no ama a su hermano,

está en las tinieblas y camina en ellas,

sin saber a dónde va,

porque las tinieblas lo han enceguecido.

 

Palabra de Dios.



Juan opone a la actitud de los fieles que guardan con fidelidad la Palabra, la actitud de los gnósticos, que para liberarse del yugo de los mandamientos se jactan de poseer un «conocimiento superior». Frente a ambas actitudes, saca la conclusión de que estos últimos viven en la mentira, porque, en definitiva, su comportamiento equivale a separar la fe de la vida de cada día. Así pues, el verdadero creyente es el que observa la ley; pero aquí, lo mismo que en el cuarto evangelio, esa ley se resume sencillamente en el mandamiento del amor. Este mandamiento es antiguo y nuevo a la vez: antiguo, porque tiene sus raíces en la tradición viva de la Iglesia; nuevo, porque en la cruz enseño Jesús la profundidad con que el hombre está llamado a vivirlo.

 

 

SALMO RESPONSORIAL                                    95, 1-3. 5b-6

 

R.    Alégrese el cielo y exulte la tierra.

 

Canten al Señor un canto nuevo,

cante al Señor toda la tierra;

canten al Señor, bendigan su Nombre. R.

 

Día tras día, proclamen su victoria,

anuncien su gloria entre las naciones,

y sus maravillas entre los pueblos. R.

 

El Señor hizo el cielo;

en su presencia hay esplendor y majestad,

en su Santuario, poder y hermosura. R.

 

 



 

  Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Lucas

2, 22-35

 

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:

 

«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz,

como lo has prometido,

porque mis ojos han visto la salvación

que preparaste delante de todos los pueblos:

luz para iluminar a las naciones paganas

y gloria de tu pueblo Israel».

 

Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».

 

Palabra del Señor.



Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Concédeme la gracia, Señor, de encontrarme contigo.


Medita lo que Dios te dice en el Evangelio


En esta octava de Navidad el Evangelio invita a llevar a Jesús a los demás, para que tengan un encuentro personal con Cristo y pongan sus vidas en las manos de Dios, como lo hizo el anciano Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz».

¿Llevar a Jesús a los demás? Es válida la pregunta de cómo hacerlo, y la respuesta depende de nosotros, basta que reconozcamos nuestra dignidad de hijos de Dios, nos acerquemos a los sacramentos – como el hijo pródigo que retorna a la casa del Padre -, que vivamos cada día dando lo mejor de nosotros, siendo agradecidos, llevando esperanza y sonrisas a los corazones tristes. Esto es lo que hicieron san José y la Virgen María, como hijos de Dios, se presentaron en el templo y consagraron al niño Jesús, llevaron esperanza y alegría a Simeón y Ana (Lc 2, 22-40). Llevar a Jesús es tan fácil, que basta recordar las palabras atribuidas a san Francisco de Asís, con quien nace la tradición del pesebre: «predica el Evangelio en todo momento y si es necesario usa las palabras».

«El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo».
(S.S Juan Pablo II, Audiencia general, 20 de junio de 1990).




Concédeme, Señor, la gracia de poder dar testimonio de ti a todas las personas con quien me encuentre.

 


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