¡Qué fácil, Señor! ¡Y qué difícil!


 

Es fácil Señor, muy fácil, portar tu imagen y,

al día siguiente, no sentir un rasgo de tu presencia.

 

Es fácil Señor, muy fácil, envolverse de nazareno y,

horas después, olvidar que ser cristiano, no es un hábito

sino ir revestido de actitudes evangélicas.

 

Es fácil Señor, muy fácil, echarse peso sobre el hombro,

y a continuación, no aligerar cruces que salen

en la encrucijada de cada jornada.

 

Es fácil Señor, muy fácil, derramar cera de velas

que se consumen, y no brindar caridad al que camina

en paralelo a nuestro destino.

 

Es fácil Señor, muy fácil, desfilar con tu rostro sangrante

y vivir de espaldas a los que lloran y reclaman manos

para levantarse o apoyo para sostenerse en pie.

 

Es fácil Señor, muy fácil, conmoverse ante una efigie

bordada en oro, y no condolerse por aquellos otros cristos

que rezuman pobreza y necesidad.

 

Es fácil Señor, muy fácil, gritar y piropear tu nombre

y no gritar ¡basta ya!, ante el sufrimiento de tanto hombre

¡Basta de vidas truncadas antes de nacer! ¡Basta ya abortos!

¡Basta ya de jugar con la dignidad humana!

 

Es fácil Señor, muy fácil, manifestar hacia fuera

lo que, tal vez, no es muy fuerte por dentro.

 

Pero, ¡qué difícil, Señor! ¡Qué difícil!

Esa otra procesión que quiere recorrer, sencilla

y sin demasiado ruido, las calles de mis entrañas.

La esencia de mi corazón.

 

¡Qué difícil, Señor! ¡Qué difícil!

Organizar un desfile, de paz y de concordia,

de obediencia y de bondad por las arterias de mi alma.

 

¡Qué difícil, Señor! ¡Qué difícil!

Avanzar con ese otro “paso” del Cristo doliente

cuando, a mi puerta, llama la mala suerte,

la prueba o la aflicción.

 

¡Qué difícil, Señor! ¡Qué difícil!

Concluir ese otro tramo de humildad y de fe,

de compasión y de esperanza que mi aliento

necesita para reconocerte, quererte y amarte.

 

¡Qué difícil, Señor! ¡Qué difícil!

La procesión que va desde fuera hacia dentro.

Aquella otra que, el Espíritu organiza para asombrarme

dentro de mi mismo. ¿Por qué cuando tú pasas por dentro

de mi existencia no escucho trompetas de silencio?

¿Será, Señor, que pongo más afán en adornar

con reposteros los balcones y ventanas de mi casa,

que en disponer el domicilio de mi corazón?

¿Por qué, Señor?

 

¡Qué fácil, Señor! ¡Y qué difícil es todo, mi Señor!

Qué difícil seguirte, quererte, amarte, obedecerte

siempre y en todo. Qué cómodo, Señor, olvidar todo esto

y guardarte –el resto del año– como quien recoge

en el armario un traje que sólo se usa una vez.

 

P. Javier Leoz

 

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