VIGESIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO




Evangelio según san Marcos 8, 27-35

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le contestaron: “Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas”. Él les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”. Tomando la palabra Pedro le dijo: “Tú eres el Mesías”. Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto. Y empezó a instruirlos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. Se lo explicaba con toda claridad.

Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero Él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?”.

Palabra del Señor.


“El Hijo del hombre debía sufrir”

Todo seguidor de Jesús tiene que pasar por el crisol de la cruz para madurar en la fe. Pasar por la cruz del Maestro que desconcertó a sus apóstoles y también nos desconcierta hoy en un mundo donde prima el exitismo, la cultura de la imagen y los likes. Ese Maestro con su cruz desconcierta las lógicas del mundo, porque salva desde el rechazo y el aparente fracaso; y se levanta por sobre todas las expectativas humanas para ser plenamente fiel a Dios Padre.

Allí también está el tamiz que nosotros debemos atravesar. Cargar con la propia cruz, renunciando a toda felicidad aparente, a toda imagen virtualmente construida, a tener un nombre o una fama para este mundo, y seguirlo solo a Él. Perder la vida para ganarla, para encontrarla en la realidad definitiva del Reino de amor y justicia que nos trajo Jesús.

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