Evangelio Domingo XXVI durante el año
Evangelio de san Lucas 16, 19-31
Este Evangelio nos confronta con una de las verdades más fuertes que Jesús enseña: la vida no termina con la muerte, y lo que hacemos aquí tiene consecuencias eternas.
El contraste entre el hombre rico y Lázaro es muy claro: uno vivió rodeado de lujos, indiferente al sufrimiento de quien tenía a su puerta, mientras que el otro padeció en pobreza y enfermedad. Al final, los papeles se invierten: Lázaro es consolado y el rico queda en tormento.
La enseñanza no es que la riqueza sea mala en sí misma, sino la ceguera del corazón que puede producir, cuando los bienes y la comodidad nos hacen insensibles al dolor ajeno. El rico no fue condenado por tener dinero, sino por no ver, por no atender, por no amar. Tenía frente a él la oportunidad diaria de obrar la misericordia, y no lo hizo.
Abraham le recuerda al rico que sus hermanos ya tienen a Moisés y a los profetas. Esto significa que ya tenemos la Palabra de Dios, ya tenemos la enseñanza suficiente para vivir conforme a la justicia y la misericordia. No necesitamos milagros extraordinarios ni apariciones espectaculares: basta con abrir el corazón a lo que Dios ya nos dijo.
La parábola también nos advierte que la conversión no puede dejarse para después. El tiempo para amar, para ayudar, para compartir, es ahora. Mañana puede ser tarde.
👉 La reflexión para nosotros es directa:
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¿Quiénes son los “Lázaros” que están a mi puerta y quizá ignoro?
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¿Uso lo que tengo —tiempo, talentos, bienes— para aliviar la vida de otros, o solo para mi propia comodidad?
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¿Escucho de verdad la Palabra de Dios, o espero señales extraordinarias para cambiar?
Al final, Jesús nos recuerda que la verdadera riqueza está en amar y servir, porque esa es la única que nos acompañará a la eternidad.
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