Lectura de la profecía de Daniel 3, 25-26. 34-43



Azarías tomó la palabra y oró así:

Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres,
y digno de alabanza,
que tu Nombre sea glorificado eternamente.
No nos abandones para siempre a causa de tu Nombre,
no anules tu Alianza,
no apartes tu misericordia de nosotros,
por amor a Abraham, tu amigo,
a Isaac, tu servidor, y a Israel, tu santo,
a quienes prometiste una descendencia
numerosa como las estrellas del cielo
y como la arena que está a la orilla del mar.
Señor, hemos llegado a ser
más pequeños que todas las naciones,
y hoy somos humillados en toda la tierra
a causa de nuestros pecados.
En este tiempo, ya no hay más jefe,  ni profeta, ni príncipe,
ni holocausto, ni sacrificio, ni oblación, ni incienso,
ni lugar donde ofrecer las primicias,
y así, alcanzar tu favor.
Pero que nuestro corazón contrito
y nuestro espíritu humillado nos hagan aceptables
y los millares de corderos cebados;
que así sea hoy nuestro sacrificio delante de ti,
y que nosotros te sigamos plenamente,
porque no quedan confundidos los que confían en ti.
y ahora te seguimos de todo corazón,
te tememos y buscamos tu rostro.
No nos cubras de vergüenza,
sino trátanos según tu benignidad
y la abundancia de tu misericordia.
Líbranos conforme a tus obras maravillosas,
y da gloria a tu Nombre, Señor.

Palabra de Dios.


Preciosa plegaria en medio de la atroz persecución que, en boca de Azarías, confiesa con valentía la creencia de los tres jóvenes en el Dios de Israel. La lectura religiosa de los sucesos que les tocó vivir entonces indicaba que la catástrofe social que vivía el pueblo no tenía otro origen que los pecados del mismo pues había consentido la profanación del templo, la supresión del culto y había presenciado la huída miedosa de sus dirigentes. A tal calamidad, la fe orante propone que se ofrezca el sacrificio del corazón que, por suerte para los fieles judíos, es el más agradable al Señor. El que el corazón de la criatura sea el lugar óptimo para el sacrificio conlleva la firme voluntad de buscar el rostro de Dios, de hacerle entrar de lleno en la vida de sus fieles, ejercer la transparencia y, muy en particular, abandonarse en las manos misericordiosas de Dios que acaricia y bendice a su pueblo elegido con su amor y su Alianza. Dios espera que el pueblo de la Promesa no abandone la espiritualidad que de ella dimana, pues así se vivirá en el día a día el amor del Hacedor que sabe cuidar y librar a su pueblo.

P. Juan R. Celeiro

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