Liturgia - Lecturas del día




Lectura de la segunda carta del Apóstol san Pablo

a los cristianos de Corinto

1, 18-22

 

Hermanos:

Les aseguro, por la fidelidad de Dios, que nuestro lenguaje con ustedes no es hoy «si», y mañana «no». Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que nosotros hemos anunciado entre ustedes -tanto Silvano y Timoteo, como yo mismo- no fue «si» y «no», sino solamente «si».

En efecto, todas las promesas de Dios encuentran su «sí» en Jesús, de manera que por Él decimos «Amén» a Dios, para gloria suya.

Y es Dios el que nos reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el que también nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones las primicias del Espíritu.

 

Palabra de Dios.



Hoy san Pablo nos va mostrando que Cristo es el gran sí a la voluntad del Padre Dios, a su plan de salvación para toda la humanidad. Un sí confiado, seguro, amoroso, que se da todo por amor al Padre y a nosotros, sus hermanos. Ya que en Él somos hijos adoptivos de Dios, somos su familia. Somos, junto con el apóstol, llenos de su Espíritu Santo para Gloria de Dios Padre, bajo la acción redentora de Jesús. Seamos, entonces, hombres y mujeres agradecidos, por el don maravilloso de la fe que nos lleva a decir: Amén, al plan que Dios, desde siempre, ha establecido para nosotros, y donde quiere nuestro sí generoso y libre como el de Cristo.

 



 

SALMO RESPONSORIAL                        118, 129-133. 135

 

 

R.    ¡Vuelve tu rostro y ten piedad de mí, Señor!

 

Tus prescripciones son admirables:

por eso las observo.

La explicación de tu palabra ilumina

y da inteligencia al ignorante. R.

 

Abro mi boca y aspiro hondamente,

porque anhelo tus mandamientos.

Vuelve tu rostro y ten piedad de mí;

es justo que lo hagas con los que aman tu Nombre. R.

 

Afirma mis pasos conforme a tu palabra,

para que no me domine la maldad.

Que brille sobre mí la luz de tu rostro,

y enséñame tus preceptos. R.

 

 

 



    Evangelio de nuestro Señor Jesucristo

según san Mateo

5, 13-16

 

Jesús dijo a sus discípulos:

Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.

Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa.

Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en el cielo.

 

Palabra del Señor.

 

Reflexión


No sólo me invitas a ser luz sino que me dices que soy luz


Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Ante los caminos obscuros de la vida; ante aquellos callejones sin salida… ante todo aquello, sé Tú mi luz.



Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

A veces no es fácil comprender que soy más feliz, no cuando obtengo algo para mí, sino cuando doy algo de mí…; cuando me doy a mí mismo es entonces cuando soy feliz.

Dar aun cuando no se tiene; consolar aun cuando no hay nadie que me consuele; hacer reír cuando por dentro lo único que quiero es llorar; es lo que me hace feliz… sé que no es fácil de explicar.

Me invitas a ser luz de este mundo. A iluminar los caminos obscuros; descubrir los tesoros escondidos… Me invitas a ser luz para alumbrar aquella imagen que ya en sí es bella sólo para resaltar su belleza. Como luz al final del túnel que indica una salida… un lugar a donde hay que llegar.

Señor, no sólo me invitas ser luz; me dices que soy luz. Luz que no debe estar apagada…luz que necesita estar encendida para guiar, para reconocer… para caminar, para iluminar. Luz que no se ilumina a sí misma, sino que sale de sí, se dona, se da.

Sé Tú mi luz, Señor, para que yo pueda ser luz. Tú eres esa luz que no sólo se necesita para vivir… sino para realmente vivir, para ser feliz.


«Estas palabras subrayan que nosotros somos reconocibles como verdaderos discípulos de Aquel que es la Luz del mundo, no en las palabras, sino de nuestras obras. De hecho, es sobre todo nuestro comportamiento que —en el bien y en el mal— deja un signo en los otros. Tenemos por tanto una tarea y una responsabilidad por el don recibido: la luz de la fe, que está en nosotros por medio de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, no debemos retenerla como si fuera nuestra propiedad. Sin embargo estamos llamados a hacerla resplandecer en el mundo, a donarla a los otros mediante las buenas obras. ¡Y cuánto necesita el mundo de la luz del Evangelio que transforma, sana y garantiza la salvación a quien lo acoge! Esta luz debemos llevarla con nuestras buenas obras».
?(Ángelus de S.S. Francisco, 5 de febrero de 2017).

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