Al principio existía la Palabra,
      y la Palabra estaba junto a Dios,
      y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
      y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida,
      y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas,
      y las tinieblas no la percibieron.

Apareció un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Vino como testigo,
      para dar testimonio de la luz,
      para que todos creyeran por medio de él.
Él no era la luz,
      sino el testigo de la luz.

La Palabra era la luz verdadera
      que, al venir a este mundo,
      ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo,
      y el mundo fue hecho por medio de ella,
      y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos,
      y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron,
      a los que creen en su Nombre,
      les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre,
      ni por obra de la carne,
      ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.

Y la Palabra se hizo carne
      y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
      la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
      lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de Él, al declarar:
      «Éste es Aquél del que yo dije:
      El que viene después de mí
      me ha precedido,
      porque existía antes que yo».

De su plenitud, todos nosotros hemos participado
      y hemos recibido gracia sobre gracia:
porque la Ley fue dada por medio de Moisés,
pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
Nadie ha visto jamás a Dios;
      el que lo ha revelado es el Dios Hijo único,
      que está en el seno del Padre.

Palabra del Señor.


¿Qué me quieres decir, Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?

 "Y la Palabra se hizo carne". La Palabra de Dios no es un sueño fantástico del evangelista en un momento de ensueño nostálgico. No. Es una realidad sensible y tangible, cuyo nombre es Jesús de Nazaret. La realidad de la presencia de Dios ha comenzado a incidir históricamente en los hombres con el comienzo de la vida de Jesús: este suceso constituye el momento decisivo de la historia de la salvación; lo testimonian los cristianos. La palabra "carne" designa en Juan todo lo que constituye la debilidad humana, todo lo que conduce a la muerte como limitación del hombre. La encarnación no es ninguna apariencia: por la experiencia de nuestro ser de hombres es como hemos de acercarnos a Dios, a Jesús. La revelación definitiva de Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a los hombres. Ha puesto su tienda entre nosotros. Desde el momento de la venida del Hijo al mundo en la debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios entre los hombres. La comunidad cristiana lee solemnemente el prólogo del evangelio de Juan en la fiesta del nacimiento del Señor. Se trata de proclamar la misericordia y fidelidad de Dios, su gracia, que se han hecho realidad en Jesús. Que Dios no actúa mediante favores pasajeros y limitados, sino con el don permanente y total del Hijo hecho hombre que se llama Jesús, el Cristo. Ha venido a ser uno de nosotros para que nos diéramos cuenta de que lo que importa es amar.
2.- ¿Sabemos reconocer a Jesús? Él se hace uno de nosotros para sacarnos del peligro, del camino desviado, y regalarnos la salvación. Solo le hicimos caso cuando se hizo uno de nosotros. Por eso vino a la tierra. Esta parábola lo explica muy bien:
“Érase una vez un hombre que no creía en Dios. Era un campesino fuerte y trabajador, un hombre honrado y leal, pero había sido educado en el ateísmo y creía que la religión estaba llena de fábulas hermosas, pero muy lejanas a la realidad. Una Nochebuena en que estaba nevando, su esposa se disponía a llevar a los hijos a la Misa del Gallo y le pidió que le acompañara, pero él se negó.
“¡Qué tonterías!”, se dijo, “¿Por qué Dios se iba a rebajar a descender a la Tierra?”
La mujer marchó con los niños y él se quedó en casa. Un rato después, los vientos empezaron a soplar con mayor intensidad y se desató una tormenta de nieve. Nuestro hombre se acomodó ante la chimenea, pero, de pronto, oyó un fuerte golpe contra la ventana. A continuación, un segundo golpe. Miró hacia fuera, y entre la niebla y la nieve pudo descubrir, por los alrededores de la casa, una bandada de gansos. Iban camino al sur para pasar allí el invierno, se vieron sorprendidos por la tormenta de nieve y no podían seguir.
El agricultor sintió lástima de aquellas aves y decidió ayudarlas. Se dirigió hacia el granero y abrió las puertas de par en par, pensando: “Aquí podrán pasar la noche al abrigo de la tormenta”. Aguardó, pero los gansos parecían no haberse dado cuenta siquiera de la existencia del granero.
Entonces el hombre intentó llamar la atención de las aves, pero sólo consiguió que se asustaran y se alejaran más. Decidido, entró en la casa y cogió algo de pan. Lo fue partiendo en pedazos y dejando un rastro hasta el granero, pero los gansos no lo entendieron.
“¿Por qué no me seguirán? ¿Es que no se dan cuenta de que ese es el único sitio donde podrán sobrevivir a la nevasca?” Reflexionando unos instantes se dio cuenta de que los gansos no seguirían a un ser humano. “Si yo fuera uno de ellos, entonces sí que podría salvarlos”, dijo, pensando en voz alta. Fue así como se le ocurrió otra idea: entró en el establo, agarró un ganso doméstico y lo llevó en brazos cerca de los otros gansos. Cuando lo soltó, su ganso voló entre los demás y se fue directamente al establo. Una por una las otras aves lo siguieron, hasta que todas estuvieron a salvo.
El campesino se quedó en silencio. “Si yo fuera uno de ellos, entonces sí que podría salvarlos”. Esta idea resonaba en su interior. De pronto, todo empezó a cobrar sentido. ¡Esto era lo que había hecho Dios! Estábamos perdidos, ciegos, a punto de perecer. Y Dios se hizo hombre como nosotros para indicarnos el camino y salvarnos. ¡Esto es la Navidad!”

José María Martín OSA

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