Lectura de la primera carta de san Juan 2, 29—3, 6


 
Hijos míos:
Si ustedes saben que Dios es justo,
sepan también que todo el que practica la justicia
ha nacido de Él.
¡Miren cómo nos amó el Padre!
Quiso que nos llamáramos hijos de Dios,
y nosotros lo somos realmente.
Si el mundo no nos reconoce,
es porque no lo ha reconocido a Él.
Queridos míos,
desde ahora somos hijos de Dios,
y lo que seremos no se ha manifestado todavía.
Sabemos que cuando se manifieste,
seremos semejantes a Él,
porque lo veremos tal cual es.
El que tiene esta esperanza en Él, se purifica,
así como Él es puro.
El que comete el pecado comete también la iniquidad,
porque el pecado es la iniquidad.
Pero ustedes saben que Él se manifestó
para quitar los pecados,
y que Él no tiene pecado.
El que permanece en Él, no peca,
y el que peca no lo ha visto ni lo ha conocido.
 
Palabra de Dios.



 Llamarnos y ser hijos de Dios es la mejor gracia de la Navidad. Y la mejor noticia para empezar el año. A lo mejor somos personas débiles, con poca suerte, delicados de salud, sin grandes éxitos en la vida. Pero una cosa no nos la puede quitar nadie: Dios nos ama, nos conoce, nos ha hecho hijos suyos, y a pesar de nuestra debilidad y de nuestro pecado, nos sigue amando y nos destina a una eternidad de vida con él. Todo esto no se nota exteriormente. No notamos esta filiación como una situación espectacular o milagrosa. Como sus contemporáneos no reconocían en Jesús al Hijo de Dios. Pero eso son los misterios de Dios: de verdad somos hijos suyos, y aún estamos destinados a una plenitud de vida mayor que la que tenemos ahora. En medio de las tinieblas ha brillado una luz, ha entrado Dios y nos ha hecho de su familia: no puede ser que sigamos en la desesperanza o en la oscuridad.


P. Juan R. Celeiro
 

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