Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 3, 31-36




El que viene de lo alto
está por encima de todos.
El que es de la tierra
pertenece a la tierra y habla de la tierra.
El que vino del cielo está por encima de todo.
Él da testimonio de lo que ha visto y oído,
pero nadie recibe su testimonio.
El que recibe su testimonio
certifica que Dios es veraz.
El que Dios envió
dice las palabras de Dios,
porque Dios le da el Espíritu sin medida.
El Padre ama al Hijo
y ha puesto todo en sus manos.
El que cree en el Hijo tiene Vida eterna.
El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida,
sino que la ira de Dios pesa sobre él.

Palabra del Señor.

Jesús habla de lo que ha visto en la Casa de su Padre. Quien ha sido enviado por Dios recibe su Espíritu para hablar las cosas de Dios. Quien no tiene el Espíritu sólo hablará de las cosas de la tierra. Quien acepta el testimonio de Jesús certifica que Dios es veraz. Y aceptar el testimonio de Jesús es aceptarlo e Él en la propia vida para dejarse conducir por su Espíritu.
Puesto que el Padre Dios puso todo en las manos de Jesús, no tenemos otro nombre en el cual podamos salvarnos; rechazar a Jesús, por tanto, es haber perdido la Vida, es continuar dentro de la cólera divina, es saberse rechazado por Dios, no porque Él nos rechace, sino porque no hemos aceptado el Testimonio de amor, de salvación y de perdón que nos ha manifestado en su Hijo único hecho uno de nosotros.
Quienes hemos depositado nuestra fe en Jesús y nos hemos bautizado para ser hijos de Dios tenemos la misión de dar testimonio de nuestra fe, no sólo con las palabras sino con toda nuestra vida.
Nuestro lenguaje será un hablar de Dios, con quien hemos entrado en comunión de vida por nuestra unión con su Hijo unigénito.
Quien continúe obrando el mal estará indicando, dando testimonio de que, aunque se arrodille diariamente ante Dios, sigue siendo esclavo del pecado.
Vivamos bajo el impulso del Espíritu de Dios y dejemos a un lado aquello que nos aparta de Él y que destruye nuestra capacidad de que algún día lo veamos tal cual es y seamos, para siempre, semejantes a Él.
Por eso, ya desde ahora se ha de ir manifestando, con obras, que día a día vamos siendo cada vez más perfectos porque amamos, porque trabajamos por la paz, porque perdonamos y porque tendemos la mano a quienes viven más desprotegidos que nosotros.
Entonces no sólo estaremos cerca, sino dentro del Reino de Dios.
En la Eucaristía Dios nos hace partícipes de la Vida eterna. Su Palabra viva y eficaz y más cortante que una espada de dos filos, ha penetrado en nosotros hasta la división del alma y del espíritu, hasta lo más profundo de nuestro ser.
Esa Palabra, y el ejemplo de la entrega de Cristo que estamos viviendo como un memorial en esta Eucaristía, se convierten para nosotros en un aguijón que no puede dejarnos en paz hasta que, obedientes más a Dios que a los hombres, proclamemos ante todos las maravillas que Dios ha obrado en favor de todos por medio de su Hijo Jesús.
Si no somos capaces de levantar la mirada hacia el cielo, y sólo la tenemos clavada en la tierra y en las cosas de la tierra, nuestras palabras y nuestro testimonio serán conforme a lo pasajero, que provoca muchas injusticias, desórdenes y avideces.
Muchas veces hemos querido hacer convivir en nosotros a Dios y las esclavitudes a lo pasajero. Y el Señor nos dice que no podemos servir a dos señores, pues amaríamos a uno y despreciaríamos a otro.
No podemos servir a Dios y al dinero. Debemos definir nuestro campo de batalla, de esfuerzo, de entrega, de aquello que es el centro de nuestra vida.
Creer en Cristo nos ha de llevar a dar testimonio de lo que hemos visto y oído. Si no amamos como Cristo nos ha amado a nosotros, nuestra fe no es sincera sino un puro juego de palabras y de deseos no cumplidos.



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